Miguel Álvarez-PeraltaProfesor de periodismo en la Universidad de Castilla-La Mancha@miguelenlared
Reproducimos el interesantísimo artículo de Miguel Álvarez-Peralta en el que analiza la destrucción de los medios públicos por los partidos políticos y la necesidad, y el derecho, a un información veráz y unos medios públicos de calidad al servicio de la ciudadanía.
Existe un enorme obstáculo a la hora de defender la radiotelevisión pública: es patrimonio de todos, pero el ciudadano no la siente del todo suya. Cuando se intenta privatizar la educación, la sanidad o el agua, cunde la alarma y surgen mareas verdes, blancas y azules para evitarlo. Pero el cierre de canales públicos se viene consumando ante una mayor pasividad ciudadana. Las protestas rara vez salen de los centros de trabajo. “No pago impuestos para financiar propaganda política”, piensa el contribuyente. Y tiene razón, en parte.
En realidad, la estrategia privatizadora en comunicación ha seguido el mismo esquema aplicado en sanidad o educación. Apegados al mantra de que “lo público no funciona”, los Gobiernos demuestran su tesis recortando presupuestos, cuando no los saquean directamente. Una profecía autocumplida: al final, claro, no funciona. Mientras tanto, inversores bien relacionados surfean la ola de negocio que en el sector privado genera el hundimiento de lo público. Disfrutan para ello de cuantiosas ayudas y conciertos para prestar unos servicios que podrían cubrirse, con mayor eficiencia, empleando recursos públicos. Pusimos al lobo al cuidado del rebaño: lo sorprendente sería que lo hubiera cuidado.
Favorecer negocios privados desde la administración no es novedoso. El hecho de que esta ‘mordida’ al común no levante mareas de color alguno en respuesta ―a pesar de que millones de personas sintonizan a diario esos canales― responde a ciertas particularidades del sector.
En primer lugar, jamás se promocionó la importancia del Derecho a la Información como condición necesaria para la participación democrática. Está muy extendida la creencia de que informarse, a diferencia de educar o garantizar el suministro de agua, es una cuestión privada. No se vive como una necesidad social, sino como un lujo o una afición, que se satisface sin problemas en el seno del libre mercado. Nos hemos habituado a entender la información como una mercancía más. Así, nadie duda de tener derecho a la justicia o la seguridad, pero muchas personas se sorprenden al saber que les asiste un derecho constitucional “a recibir información veraz” (Artículo 20.1.d. CE). Más aún, incluso tienen reconocido un Derecho de Acceso (Artículo 20.3) para que desde su asociación de vecinos, sindicato u ONG dispongan de espacios televisivos donde exponer su problemática y propuestas. Increíble, ¿verdad?
La función de servicio público en televisión incluye, entre otras responsabilidades, la de “fomentar valores constitucionales, formar una opinión pública plural y atender a las minorías” (Ley 7/2010, Título IV). Debería por tanto promover en todo contexto el cumplimiento del Derecho a Vivienda, Educación o Trabajo. En el caso del Derecho a la Información, además de promocionarlo, debería materializarlo. En demasiados casos, sin embargo, se viene haciendo más bien lo contrario.
Telemadrid, Canal9 y TV-CLM, son ejemplos paradigmáticos del rol que el Partido Popular entiende que debe jugar una televisión pública. Convertidas de facto en una suerte de extensión de sus gabinetes de prensa, van perdiendo credibilidad y audiencia hasta verse abocadas a la quiebra. La misma amenaza se cierne ahora sobre la televisión estatal, según advierten sus trabajadores.
Recuerda González Encinar, catedrático de Derecho Constitucional, que debido a la distinta naturaleza de sus funciones en democracia “si un partido político dirige una televisión pública, esta pierde, lisa y llanamente, su razón de ser”. Pues lo habitual últimamente es precisamente eso: poner al mando de lo público a un jefe de prensa del partido, tanto en el caso valenciano como en el madrileño, y recientemente también en Catalunya.
Pero no solo se coloca a cargos internos, también a redactores de diarios afines, aunque sean marginales en términos de tirada. Hoy dirige los informativos de RTVE J.A. Álvarez Gundín, antiguo jefe de opinión de La Razón; conduce la Agencia de noticias pública EFE un tocayo suyo, de apellido Vera, ex director del mismo diario; y al frente de todo, en RTVE, un tercer José Antonio, apellidado Álvarez Sánchez, casualmente columnista en la misma cabecera, y cuyo principal aval como gestor es haber enterrado Telemadrid.
En todos estos casos ocurrió lo que ahora denuncia el Comité de Informativos en TVE: se fue contratando a periodistas de confianza para conformar una auténtica redacción paralela. Al mismo tiempo, se ha despedido a miles de trabajadores cualificados que habían conseguido su puesto por oposición. Tras la toma de poder partidista, se fueron acumulando innumerables denuncias por manipulación en los espacios informativos, por ejemplo cuando se silencia o criminaliza la oposición política y las protestas ciudadanas.
En paralelo a esos procesos de colonización, los entes públicos se convertían en auténticas centrifugadoras de fondos públicos para productoras y tertulianos amigos, que poco a poco, ayudados por la concesión de licencias y la financiación directa e indirecta, fueron construyendo su propio emporio mediático. Popularmente se conoce como la ‘caverna mediática’ o ‘TDT-Party’. Así, nos fuimos acostumbrando a escuchar en la pública las mismas voces que nos dejaban boquiabiertos con sus radicales aspavientos desde medios privados minoritarios. Una derechización tan intensa que motivó un comunicado del Consejo Europeo, en el que mostraba su preocupación por la “presión política en los servicios de radiodifusión en España”, y recordaba que “los proveedores del servicio público deben estar protegidos de intromisiones políticas en su gestión diaria y en su trabajo editorial”.
Saltaron las alarmas internacionales, y algunos expertos se han conformado con señalar torpeza en la gestión. Según esta versión, el PP hundiría involuntariamente su propio aparato de propaganda al arruinar con sus excesos la credibilidad de las televisiones que controla. Pero las causas son otras, y la estrategia no es torpe: se trata de un proceso de degeneración previsto y controlado cuyo objetivo final es inutilizar lo público para abrir mercado al sector privado, más rentable y menos permeable a exigencias éticas y deontológicas. En el transcurso, se aprovecha para inyectar fondos a grupos afines y generar un fuerte impacto ideológico en la cultura política estatal. La pérdida de audiencia e ingresos no es un daño colateral: es una ventaja añadida. Sirve para legitimar la privatización cuando la entidad entra en quiebra y no queda ya nadie dispuesto a defender lo que dejó de ser un servicio público eficiente para convertirse en un ruinoso panfleto. La repetición del proceso evidencia que no hay torpeza ni error de cálculo: cada fase cumple su misión.
Y sin embargo, aunque la calle no lo haga, organismos internacionales como Naciones Unidas advierten de la necesidad de contar un servicio público de radiotelevisión independiente, cuya rentabilidad se mida en términos sociales y no económicos. No debe de ser imposible, entonces. Sin él, la programación queda abandonada a las dinámicas de mercado, que como sabemos se deja arrastrar por los encantos del sensacionalismo para maximizar audiencia y beneficio. La programación cultural o el debate reposado dejan paso a una cultura del espectáculo, morbosa y violenta.
La misión de servicio público es precisamente levantar un estándar deontológico y ofrecer información plural, incluso enfrentándose al gobierno ―como ha hecho ejemplarmente la BBC―. Esto eleva el nivel general de exigencia, influyendo para bien en el sector privado, marcando líneas rojas a la manipulación y ocultación. De otro modo, como estamos comprobando, el espacio mediático degenera y se polariza, las minorías y la integración se desatienden, y la diversidad cultural queda desprotegida.
Trabajadores y expertos llevan años señalando vías para regenerar nuestras televisiones. Hoy podemos nominar al concursante que deseamos expulsar de un ‘reality show’, o comprar su vestido mediante vías seguras de interacción digital. Pero se nos dice que no es viable votar al director de esa misma cadena, que pagamos entre todos. La participación ciudadana en las decisiones principales, el acceso abierto a toda la contabilidad, un estricto régimen de incompatibilidades contra la corrupción, las auditorías independientes (empezando por las causas del endeudamiento) y una política de puertas abiertas, son algunas ideas que dificultarían enormemente el desfalco y la prevaricación en los medios públicos. Reducir el número de directivos y sus salarios astronómicos, así como potenciar la producción propia en vez de contratar productoras amigas, son propuestas que también mejorarían enormemente la sostenibilidad. ¿Imposible? Hasta que lo hagamos.
Las medidas preventivas contra la manipulación de información podrían incluir la creación de observatorios ciudadanos de la comunicación —abiertos a participación telemática— que cooperen con autoridades independientes con capacidad de sanción, como hay en toda Europa. O eliminar las redacciones paralelas contratadas a dedo —readmitiendo a quienes fueron despedidos de forma irregular— y establecer criterios meritocráticos en todo proceso selectivo. Deshacer el entuerto, en suma, y de paso hacer realidad el Derecho de Acceso y el Derecho a Comunicar, estableciendo una sólida cooperación entre el sector público y ese abandonado Tercer Sector de comunicación social sin ánimo de lucro, en vez de perseguirlo ilegalmente como han denunciado UNESCO y la OSCE.
Nada de esto es en modo alguno inviable. Bastaría que los gobernantes quieran. O en su defecto, que los que quieren, gobiernen. Un puente que una voluntad y capacidad. Construyámoslo.